Caerse del guindo (II)

Tardó tiempo en asimilar y en entender qué era lo que realmente pasaba. Ahora, después de todo este tiempo parece que lo tiene más claro. 

Costó, ¿eh? pasó por todos los estadios. Fue orgullosa, mucho. Después se sintió pequeña y desvalida. Creyó que el mundo estaba en su contra y se desesperó. Más adelante se enfadó. Mucho. Volvió a picarle el orgullo y actuó como una niña pequeña muchas veces. Pensaba, fíjate, que lo tenía controlado. Que manejaba los hilos a su antojo, pero poco tiempo después se daba cuenta de que no era así... ni parecido. Pidió entonces perdón y busco redimir el daño que se suponía que había hecho. Se justificó, una y otra vez. Asumió sus culpas y buscó poner remedio. No recibió lo esperado, porque nada era como ella lo vivía.

Resulta que no iba de esto. La historia no iba de lo que ella imaginaba. 

Ahora, por fin, ha asumido que en muchas ocasiones no hay vuelta atrás. Que las relaciones pueden llegar a viciarse, y de qué manera. Que tal vez no tienen el valor que ella, hasta ahora, les había dado. 

Todavía le duele, a veces. Se le encoge el estómago y, en alguna ocasión, le falta el aire. Después ella misma se acaricia la cara y se abraza. Retoma entonces todos esos planes que nunca va a llevar a cabo y finge ilusionarse y ser fuerte. Y grande. 

Busca un sitio que ya no es el suyo y llora. Claro. Al final el llanto es lo que limpia las heridas.