29 de agosto de 2013

Él dice...

Verás, la conocí de una manera casual, como el que tropieza sin querer con una pequeña piedra. Yo estaba tranquilo, ¿sabes? tenía mi vida y esas cosas. 
Pero ella llegó con una inocente pregunta que ni mi compañero de mesa ni yo fuimos capaces de contestar. Llegó con su estúpida pregunta y se quedó. Ya no esa noche, no. Se quedó para siempre. Esto ella no lo sabe, por qué habría de saberlo. Pero ahí está, instalada. Para siempre. Siempre.
Me besó, como hacía mucho tiempo que nadie me besaba. Me puso como una moto y después se marchó. La busqué durante un tiempo, y la encontré, claro. Sabía que terminaría encontrándola. 
Después ya enloquecí del todo. Sólo quería verla a todas horas. Tocarla. Contarle mil historias. Confundirla. Hacer temblar el suelo por donde pisaba. Y follarla, claro. Quería hacerlo constantemente, que no pudiese pensar con claridad. Conseguir, al fin, un hueco permanente en esa cabeza que, te lo juro, todavía no sé muy bien cómo funciona. Quería arrasarla como ella me había arrasado a mi.
Creo que nunca me tomó en serio. Y supongo que no conseguí ni la cuarta parte de lo que eran mis intenciones. 
El caso es, como te decía, que ahí sigue. Va y viene. Aparece y desaparece después.
¿Lo que más me duele sabes qué es?
Exacto. No he vuelto a besarla nunca más.

(La otra parte)

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